08 junio 2013

Sharpe

Una de las situaciones más ridículas de la vida –que mira que hay- es oír a un escritor explicar su obra. Cuanto más profunda, épica, transformadora, pretenciosa y elevada sea, más ridículo resulta, aunque los y las haya adorables, lo mismo que en el gremio de fontaneros, notarios o enfermeras, solo que estos no escriben –públicamente-. Prefiero a los que no saben explicarla o ni lo intentan, como también es mejor hacerse el tonto y el bueno, el que se entera de lo que ocurre pero decide hacer como que no y seguir el juego del absurdo. Como Tom Sharpe, un genio literario de primer nivel: si en algo valoro el dinero es porque me permite estar despistado todo el día. Las personas que me hacen reír para mi son genios. Muy por encima de los que me hacen pensar y sentir o al menos lo hacen con demasiada estrategia. Quizá solo estén a su altura aquellas que me hacen hacer. Esas son insustituibles. Pero las personas que nos hacen reír no tienen valor: valen demasiado. Sharpe era una de ellas, por supuesto injustamente minusvalorado, etiquetado –“autor humorístico”- en comparación con los elevados que van de charla en charla y premio en premio y entrevista en entrevista y se pegan el moco hablando de la nada o aquellos que tienen teorías para todo y se convierten en iconos en cualquier campo. Es mucho más complejo hacer reír escribiendo que hacer llorar. Eso lo sabe cualquiera que alguna vez lo haya intentado, ambas cosas. Pero, a saber por qué razón, los que basan su estilo en ese don que no se entrena ni aprende ni enseña -yo no entiendo el humor- no tienen la admiración oficial de aquellos que no tocan ese campo, entre los cuales por supuesto hay muchos fantásticos. Tom Sharpe fue encarcelado y luego deportado de Sudáfrica por pelear contra el apartheid. Un tío serio.